martes, 3 de marzo de 2015

Juan de Flandes y los retratos en la corte de los Reyes Católicos (4): Los retratos de Juana la Loca y Felipe el Hermoso

JUAN DE FLANDES. Juana la Loca (h. 1496)
Kunsthistorisches Museum, Viena
Probablemente los dos retratos de Juana la Loca y Felipe el Hermoso que se exhiben en el Kunsthistorisches Museum de Viena formasen parte de un díptico, y quizás fueron los primeros retratos salidos de la mano de Juan de Flandes tras instalarse en Castilla. Ya dijimos que una de las funciones del género retratístico en las cortes renacentistas era el de servir de reconocimiento de los respectivos contrayentes, motivo por el cual era bastante frecuente el intercambio de este tipo de pinturas. Así que pudieron ser pintados cuando se estaban preparando los dobles esponsales entre los príncipes castellanos Juan y Juana y los borgoñones Margarita y Felipe. En ese caso la fecha de los  cuadros debemos situarla entre el momento de la llegada a Castilla de Juan de Flandes, a mediados de 1496 y la partida de Juana hacia Flandes, que tuvo lugar en agosto de aquel año. De estas dos tablas destaca su simplicidad.

La pintura de Juan de Flandes sigue la costumbre flamenca del retrato de tres cuartos, para mostrarnos a una joven de cabellos claros, como su madre la reina Isabel, partido por una raya al medio y recogido con algunos adornos de colores tras la cabeza. De su rostro, de piel muy clara, destacan unos ojos grandes, una nariz alargada y unos labios pequeños y carnosos. De su cuello pende un collar, del que sólo podemos ver el cordón, ya que la joya que presumiblemente sostenía se oculta bajo el vestido, de generoso escote, que nos deja ver un busto bien formado.

Viste un traje de color claro con bordados en color dorado, elegante pero más sencillo que aquellos otros que con seguridad portaron la infanta y las damas de su séquito a su llegada a Flandes y que tanto impresionarían al cronista Jean Molinet, que resalta la riqueza de su atuendo hasta el punto de decir que nunca se había visto nada igual en aquellas tierras (ZALAMA, 2012:17), lo cual no es poco si tenemos en cuenta que la corte de Borgoña estaba considerada como una de las más fastuosas de Europa desde los tiempos de Felipe el Bueno y Carlos el Temerario, con una rígida etiqueta que convertía cada acto en un verdadero espectáculo.

MAESTRO DE LA VIDA DE JOSÉ. Felipe el Hermoso y Juana la Loca (1504-1506)
Formaban parte de un retablo de la Iglesia de San Livino, Zierikzee
Museo de Bellas Artes, Bruselas
El pintor la sitúa sobre un fondo neutro que hace resaltar a través del color y de la luz, sabiamente dirigida desde la parte superior, la delicada imagen de una joven finamente modelada por un dibujo extremadamente preciso. Juana evita mirarnos de frente, de modo que su mirada, no exenta de cierto misterio y poder evocador, se pierde hacia un punto indeterminado hacia la izquierda del cuadro. Su mano derecha, en cambio, nos enseña unos dedos finos y alargados, con el índice levantado, indicando algo en la dirección contraria, quizá el propio retrato de Felipe, del que suponemos compañera esta tabla. La gravedad de su semblante es impropia de una joven de quince años. Parece como si meditase, preocupada ante lo que le deparaba su inminente futuro, su partida hacia un reino lejano, dejando atrás el entorno familiar y conocido de su madre y hermanas, para enfrentarse a la incertidumbre de un matrimonio con un príncipe desconocido, e iniciar una nueva vida, rodeada de gentes extrañas, ajena a sus costumbres e idioma.

MAESTRO DE LA VIDA DE JOSÉ.
Doña Juana de Castilla (1501-1510)
Museo Nacional Escultura, Valladolid
Jerónimo Münzer, un viajero alemán que pasó por la corte castellana, probablemente con alguna embajada específica encargada por el emperador Maximiliano I, tuvo ocasión de conocer a la infanta en 1495, cuando contaba catorce años. La describe como una joven docta en recitar y componer versos y que gustaba mucho de las letras.  Si atendemos a los testimonios de la época, fue la más hermosa de las hijas de los Reyes Católicos (FERNÁNDEZ, 2001:72). Una belleza que cautivó a su esposo Felipe y que impactó profundamente al rey Enrique VII de Inglaterra (FERNÁNDEZ, 2001:156), quien tuvo ocasión de conocerla personalmente en la corte inglesa en 1506, y que soñó vanamente en casarse con ella después de quedar viuda. 

Otras fuentes, no obstante, mencionan que tenía la cabeza muy alargada y transversalmente aplanada y nos hablan de su prognatismo, heredado por sus sucesores. Sin embargo, estos rasgos no sólo son totalmente obviados por Juan de Flandes en el retrato de Viena, sino también en los demás que se conservan de Juana, y que guardan poco parecido con éste. El primero de todos ellos es uno de cuerpo entero que se exhibe en Bruselas y debió pintarse entre 1504 y 1506 (ZALAMA, 2010:21), cuando ya se había convertido en reina de Castilla. Originariamente formaba parte de un retablo realizado para la iglesia de San Livino de Zierikzee, en Zelanda, atribuido indistintamente al Maestro de la vida de José o a Jacob van Laethem. Bien este retrato, u otro perdido, pudo ser el modelo de otros tres bustos que se conocen de doña Juana: el de Viena se atribuye al Maestro de la Leyenda de la Magdalena; el de Valladolid al Maestro de la Vida de José, o de Aflighem; y un tercero, perteneciente a la colección Duque del Infantado. En todos ellos, la reina aparece con aspecto juvenil y semblante serio y conservan gran parecido entre sí, pero también con los que se conocen de su cuñada, Margarita de Austria, al punto de parecer hermanas (ZALAMA, 2010:19). Zalama encuentra la explicación en que este tipo de representaciones se limitaban a mostrar la dignidad de un personaje, «pero no se paraban en los detalles de su fisonomía» (ZALAMA, 2010:20), lo que no deja de ser significativo cuando uno de los rasgos más sobresalientes de la pintura flamenca era precisamente su extremado realismo.

JUAN DE FLANDES. Felipe el Hermoso (h. 1496)
Kunsthistorisches Museum, Viena
Ya mencionamos antes el interés que Zalama atribuye a Felipe el Hermoso en las pinturas de Juan de Flandes durante su corta estancia castellana, a pesar lo cual la atribución a Juan de Flandes del retrato de Viena despierta más dudas, por la dureza del modelado y del dibujo, aunque quizás esto pueda ser consecuencia de alguna restauración (BERMEJO, 1988:14). A pesar de su sencillez, el pintor ha encontrado la forma de destacar en aquel joven de larga melena rubia que cae sobre los hombros, sus ricas vestiduras, entre las que sobresale el imponente cordón del que cuelga el Toisón de Oro, reproducido todo con la minuciosidad propia de la pintura flamenca. Para Fernández Álvarez, «es, sin duda, la estampa de un joven Príncipe seguro de sí mismo, acaso un tanto pagado de su persona, donde la apostura física parece corresponderse con la posición social, y por ende, como desdeñoso hacia el mundo que le rodea» (2001:72). Sin embargo, quizá Felipe no fuera tan hermoso como pueden hacer pensar su apelativo y sus retratos. El cronista Padilla acierta a destacar entre sus dones físicos su altura, su rostro gentil, sus ojos hermosos y tiernos «y las uñas más lindas que se vieron a persona» (PADILLA, 1846:149), pero aprovecha igualmente para recordarnos que tenía la dentadura en mal estado y que «en su andar mostraba sentimiento algunas veces por causa que se le salía la chueca de la rodilla, la cual él mismo con la mano arrimándose á una pared, la volvía a meter en su lugar» (PADILLA, 1846:149). No parece que ni su dentadura ni su leve cojera fueran inconvenientes para convertirlo en un empedernido seductor, que «a mujeres dábase muy secretamente, y holgábase de tener conversación á buena parte con ellas porque se holgaba con todo placer y regocijo» (PADILLA, 1846:149), lo que provocaría los celos enfermizos de Juana, a los que la leyenda romántica atribuye como única causa de su locura. En realidad, su supuesta hermosura, y la de otros príncipes de la época denominados de la misma manera, no tienen tanto que ver con su belleza física, sino con su educación , sus habilidades y la compostura que se esperaba encontrar en una persona de su dignidad, y es que, como apunta Zalama, «el ser príncipe ya era sobrada belleza» (2010:18).


Al contrario que ocurre con el retrato de Juana la Loca, el que hizo Juan de Flandes de Felipe el Hermoso muestra las mismas características que otros de la misma época que se conservan, en los que aparece representado de busto, de perfil y gesticulando con las manos, lo que para Zalama constituye una prueba que demuestra «el carácter repetitivo y poco naturalista» (2006:30) de estos retratos, que se limitarían a copiar una iconografía fijada previamente. 

(continuará)

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